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Elementos esenciales del carisma teresiano

El carisma teresiano: una llamada para ser "amigos fuertes de Dios"

LA VIDA DE ORACIÓN

Una experiencia de amor

A partir de esta realidad fundamental que es la relación de amistad con Dios, cobran sentido muchos elementos esenciales de la experiencia y de la propuesta teresiana: la atención a la interioridad, la contemplación, la oración continua. La oración tiene como contenido el encuentro personal con el Dios vivo. En el camino de la oración, todo depende del amor: “No está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho: y así lo que más os despertare a amar, eso haced” (4M 1,7; cfr. V 8,5.9; CV 21,1). Es una relación de amistad, una realidad de vida teologal (fe, esperanza, amor) que reconocemos presente en su plenitud en la persona de María, modelo de nuestra vocación.

Buscar a Dios y no buscarse a sí mismo

En la sociedad moderna abunda y se difunde la búsqueda de la paz interior, de la meditación como vía hacia la serenidad personal, del silencio y de la interioridad, a menudo sin ningún contenido o referencia de tipo religioso. Aunque esta búsqueda sea buena y positiva, se ha de subrayar que la oración carmelitana (y cristiana) tiene un carácter interpersonal, y es siempre experiencia (o, al menos, deseo) de encuentro, diálogo y relación. La oración no puede limitarse a una búsqueda de paz interior, serenidad o bienestar, y mucho menos puede ser una simple obligación que cumplir.

Amistad con Dios como estado permanente

La relación con Dios no es una experiencia ocasional, sino que debe convertirse en un estado permanente, como toda verdadera relación de amistad o de amor. Estamos llamados a la unión de amor con Dios, que marca la vida entera en todas sus dimensiones y en todos sus momentos. En nuestra tradición, que remite al profeta Elías, se habla con frecuencia de “vivir en la presencia de Dios”. Esta expresión indica la meta a la cual tendemos: que nuestra vida entera se convierta en oración, estando constantemente ante el rostro de Dios.

La escucha de la Palabra

La escucha constante del huésped interior se traduce, entre otras cosas, en la atención a la Palabra de Dios. La tradición carmelitana subraya la importancia de la Palabra de Dios acogida, meditada y vivida. Basta recordar la invitación de la Regla a “meditar día y noche la ley del Señor” (Regla 10), y el testimonio de todos los santos del Carmelo, que reconocen la voz del mismo Señor en la Escritura y en la oración personal.

La comunidad que ora

La relación con el Señor se vive no solo en comunidad, sino también como comunidad, particularmente en la celebración de la liturgia. Cada uno de los miembros necesita la compañía de los hermanos para presentarse ante el Señor como la Iglesia que dice a su Esposo: “¡Ven!” (Ap 22,17). Expresión privilegiada del encuentro comunitario con él es la eucaristía concelebrada. Lo es también celebrar juntos la oración de la Iglesia en la Liturgia de las horas y practicar juntos la oración mental.

La oración mental

Para mantener la relación personal con Dios y para ser fieles al carisma teresiano no podemos prescindir de la oración mental. Para cada uno y para cada comunidad es esencial dedicar a ella un tiempo diario específico, libre de otras ocupaciones, como también disponer de un lugar propicio para este tipo de oración. Se trata de una exigencia fundamental de nuestra vocación, que de este modo se reafirma y se renueva constantemente, así como de nuestra misión para la Iglesia y para el mundo.

La soledad y el silencio

Resulta imprescindible la exigencia de soledad y silencio de la vocación contemplativa, la necesidad de estar “muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (V 8,5). Es necesario hacer la experiencia del desierto, dejando que un amplio espacio permanezca vacío y que un largo tiempo transcurra en silencio para que la presencia de Dios pueda ocuparlo. En la era digital no es tanto la soledad física lo que nos espanta sino el estar “desconectados”, incomunicados de esta especie de anima mundi en que se ha convertido el mundo virtual de Internet y de las redes sociales. La ausencia de conexión (y no ya de relación) provoca angustia, nos proyecta hacia atrás en una ineludible confrontación con nosotros mismos. En el silencio de informaciones, imágenes y contactos se abre el vacío de una región interior no explorada, no conocida, y, sin embargo, absolutamente nuestra, y por ello inquietante.

El desasimiento

Uno de los elementos más subrayados en nuestra tradición, comenzando por Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, es el desasimiento, absolutamente necesario para llegar a ser libres y poder encontrar solo en Dios la verdadera riqueza y experimentar que “solo Dios basta”. El desasimiento debe ser, sobre todo, interior, pero también exterior. En una sociedad orientada hacia el consumismo, incluso los religiosos somos fácilmente tentados de poseer o de usar muchas cosas y de hacer siempre nuevas experiencias. Sin un desasimiento radical y sin un estilo de vida sobrio, no es posible vivir la vida contemplativa-comunitaria: “regalo y oración no se compadece” (CV 4,2).

Pasión por Dios

La comunión con el Señor da sentido y vigor a nuestra vida carismática. Es necesario cultivarla y alimentarla diariamente para que no se apague la llama del amor y la vida no se vuelva gris y rutinaria. La acidia es, indudablemente, uno de los peligros de nuestra situación actual, a menudo encubierta bajo formas de activismo y de múltiples y cambiantes intereses. Solo una renovada pasión por Dios puede resguardarnos de tales peligros.

LA FRATERNIDAD

Soledad y fraternidad

Existe un modo de concebir y de practicar la vida contemplativa que es específicamente teresiano. La relación de amistad con Dios es personal, pero de ninguna manera individualista; no puede ser vivida de forma solitaria. Por esto, el carisma teresiano tiene una fuerte dimensión comunitaria. La fraternidad, con sus alegrías y sus fatigas, es, en la experiencia y en la enseñanza de Teresa, una ayuda indispensable para realizar nuestra vocación de amigos de Dios.
 
“Ermitaños en comunidad”

En efecto, si por una parte Teresa se mantiene fiel a la antigua tradición del Carmelo, reafirmando la importancia de algunas dimensiones del estilo de vida eremítico (soledad, silencio, desasimiento), por otra parte considera también esencial la experiencia de vivir en comunidad. El equilibrio entre estos dos aspectos de la vida contemplativa es fundamental para el Carmelo Teresiano. Teresa quiere que sus hijas lleven un estilo de vida “no solo de ser monjas, sino ermitañas” (CV 13,6), “que a solas quisieren gozar de su esposo Cristo” (V 36,29), y que se fijen en el modelo de la primera generación de ermitaños del Monte Carmelo (cfr. F 29,33; CV 11,4; 5M 1,2). Al mismo tiempo, excluye para sus monjas una vida puramente eremítica. Su deseo es que “aquí todas han de ser amigas” (CV 4,7) y que incluso los frailes aprendan el “estilo de hermandad” practicado en sus comunidades, especialmente en los momentos de recreación, como demuestra la experiencia de Valladolid (F 13,5).

Amigos de los amigos de Dios

La relación con personas amigas es, para Teresa, un medio fundamental para crecer en la relación con Dios, como escribe en un pasaje del Camino en la redacción del Escorial: “Luego os dirán que no es menester, que basta tener a Dios. Buen medio es para tener a Dios tratar con sus amigos; siempre se saca gran ganancia, yo lo sé por experiencia” (CE 11,4). Desde este punto de vista, no es posible separar la relación con Dios de la relación con los amigos de Dios. Debilitar la práctica de la relación con el hermano debilita la vida de comunión con Dios, así como la pérdida o la disminución de la dimensión eremítica conduce inevitablemente a un estilo de relación humana más mundano que evangélico, más propio de la carne que del Espíritu.

Una familia en torno a Jesús

La experiencia mística de la proximidad de Jesús y de su humanidad concreta despierta en Teresa la exigencia de dar vida a un nuevo sujeto comunitario capaz de acoger su presencia, según el modelo de la familia de Nazaret (V 32,11), de la casa de Betania (CV 17,5) y del colegio apostólico (CV 27,6). Se trata, en realidad, de construir una familia cuyo modo de ser y de vivir es transformado por la presencia del Señor en medio de ella. Modelos de este proyecto de vida son de modo particular María y José. La novedad de esta intuición ha requerido siglos para ser realmente comprendida y asimilada. En el centro no se halla tanto la “observancia regular” cuanto más bien un tejido de relaciones con Jesús y con los hermanos que transforma las personas y las reúne en unidad.

Hermanos de María

El nombre que nos identifica en la Iglesia es “hermanos descalzos de María”. Somos “hermanos” y, por ello, la fraternidad no es un elemento accesorio, sino sustancial. La mayoría de los religiosos son también sacerdotes, y nuestro servicio es en gran parte de tipo ministerial. Esto puede llevar inconscientemente a dejar en un segundo plano nuestra identidad de religiosos y de carmelitas descalzos o incluso a considerarla solo una condición previa con vistas a la ordenación sacerdotal. La posible ordenación deber ser integrada en nuestra identidad religiosa. De este modo la enriquece, pero no la sustituye. No nos llamamos “padres”, es decir, sacerdotes que viven en fraternidad, sino hermanos, y hermanos “descalzos”, es decir, sin otras riquezas o recursos para presentar al mundo que la fraternidad que nos une a María y entre nosotros. Como la fraternidad, igualmente la relación con María no es un aspecto o una devoción particular en el Carmelo, sino que expresa la esencia de nuestra vocación. Existe una especie de reflejo recíproco entre María y la comunidad: por una parte, María es imagen y modelo de la comunidad, y, por otra parte, la comunidad es imagen de María.

La construcción de la comunidad

Para la vida religiosa en el Carmelo Teresiano es esencial la construcción de la comunidad. Si queremos ser carmelitas, debemos, antes que nada, ser parte de una misma familia. La construcción de la comunidad es la condición para que se pueda emprender el camino contemplativo del que habla Teresa (CV 4,4). Los mismos votos religiosos adquieren en el Carmelo todo su sentido en cuanto predisponen a una vida fraterna, fundada en la acogida del otro, el compartir los bienes, el compromiso en un propósito de vida común. Se es comunidad teresiana cuando no estamos juntos para hacer otra cosa, sino porque el estar juntos por amor a Cristo es en sí mismo un valor. Ser una familia no es un medio para alcanzar otros fines; es un fin en sí mismo. Esto debería ser también un importante criterio de discernimiento de la vocación al Carmelo Teresiano.
 
Comunidad e individualidad

La comunidad es un conjunto de personas diversas, cada una con su modo de ser y su individualidad, no reservada para sí mismo sino entregada a los hermanos. La unidad no es uniformidad, no suprime las diferencias, sino que las organiza en una tensión fecunda y enriquecedora. Sería muy arriesgado que la comunidad pidiese a cada uno anular o disimular todo aquello que lo hace único y distinto de los demás. Sería una comunidad que se mantendría unida por la ley, no por el amor. En cambio, la comunidad teresiana está llamada a ser el lugar donde cada uno de sus miembros puede experimentar la misericordia de Dios por medio de la acogida de los hermanos.

La comunidad que ayuda a crecer

La comunidad es el ambiente en el cual todos se animan y se corrigen mutuamente para responder mejor al amor de Dios. Teresa, ya antes de fundar sus comunidades, con el pequeño grupo de personas con las cuales compartía sus inquietudes, quería “juntarnos alguna vez para desengañar unos a otros, y decir en lo que podríamos enmendarnos y contentar más a Dios” (V 16,7). Esto requiere una exposición de la persona a las relaciones fraternas, en la cual se pone de manifiesto la verdad de su humanidad, el nivel de madurez y la necesidad de crecer. Se trata de abrirse al otro con confianza, de dejar entrar al otro en la propia vida y así llegar a ser hermanos. Con el fin de que la comunidad se convierta, verdaderamente, en lugar de crecimiento personal, es necesario vivir con humildad, es decir, caminar en la verdad: ser transparentes ante los hermanos, mostrándonos como somos, con las propias debilidades y riquezas, y permitir que los otros nos ayuden, con amor paciente y respetuoso, a conocernos y a reconciliarnos con nosotros mismos.

La comunidad teresiana como respuesta al individualismo

La relación con el propio yo, hecha de recogimiento, escucha y progresiva profundización de la conciencia, se sitúa en las antípodas de la actual “obsesión del yo” (self-obsession), en la cual, a una ignorancia de la verdad de la persona corresponde una preocupación obsesiva por la propia imagen, el propio bienestar y la propia presunta auto-realización. Opuestos son también los resultados de estas dos distintas formas de situarse en relación consigo mismo: por un lado, el abrirse a la comunidad, por otro, el encerrarse en el individualismo.
La comunidad teresiana constituye una respuesta seria al individualismo desenfrenado de la sociedad actual, que lleva a vivir en el aislamiento y provoca una insatisfacción creciente. Se habla del “monoteísmo del yo” como rasgo característico de nuestro tiempo, en el cual cada uno se pregunta “quién soy yo”; ante esto, la propuesta cristiana sería preguntarse más bien “para quién soy yo”, a la cual, desde una perspectiva carmelitana, se puede añadir “con quién soy yo”.

Eclesiología de comunión

La comunidad teresiana es, por otra parte, una manifestación privilegiada de la eclesiología del Vaticano II, fundada sobre la sinodalidad y la espiritualidad de comunión. Una de las tareas del carisma carmelitano hoy es ser signo para la Iglesia de la importancia de la comunión, de vivir verdaderamente como cuerpo de Cristo, todos unidos a él y a los demás.

Una comunidad organizada

La escucha de la Palabra, hecha en el Espíritu, lleva a la obediencia a Dios, con una acogida plena de su voluntad, que se traduce después en la obediencia comunitaria. La comunidad organizada, con sus normas de vida y las tareas asignadas a cada uno, es la forma concreta para salir del propio egoísmo y vivir en lo cotidiano la disponibilidad ante Dios. En la comunidad, se realiza la búsqueda en comunión de la voluntad de Dios, con medios como la obediencia a los superiores, los encuentros comunitarios, las revisiones de vida, la corrección fraterna y la recreación, que conviene recuperar con creatividad de forma adecuada a la sensibilidad y las condiciones de nuestro tiempo.

El rol del superior

La comunidad está formada por hermanos, por lo tanto personas que se sitúan al mismo nivel. Es una comunidad de iguales, pero no una comunidad acéfala: necesita un superior, una cabeza que tenga como oficio el cuidado de la unidad del cuerpo. La tarea del superior no es simplemente “coordinar” o “administrar” la vida y las actividades de los miembros de la comunidad de modo que se desarrollen ordenadamente. Su tarea principal es ser constructor de paz, tejedor de relaciones, animador de la vida fraterna. Por esto es fundamental que su relación con todos sea de amor mutuo, en el espíritu de Teresa, que decía a las prioras: “Procure ser amada, para que sea obedecida” (Constituciones 1567, 34 [XI,1]).

Comunidades pequeñas, pero no en exceso

Teresa funda pequeñas comunidades, en contraste con su experiencia anterior de un gran número de monjas en el monasterio de la Encarnación. La finalidad es vivir una verdadera fraternidad, una amistad real entre las religiosas: “Aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar” (CV 4,7). Por esto, quiso indicar un número máximo de miembros para sus comunidades de monjas (que fluctuó entre trece y veintiuno). En la situación actual de las comunidades de frailes, en cambio, se manifiesta más bien la tendencia contraria, es decir, la de un número cada vez más reducido de miembros: en las provincias antiguas por la disminución de las vocaciones y, en las más jóvenes, porque el criterio prevalente son las necesidades pastorales. Por ello, cada comunidad, teniendo un número suficiente de miembros, debe encontrar las formas adecuadas para expresar la esencial dimensión comunitaria del carisma no solo jurídicamente sino también realmente.

Una sola Orden con tres ramas

El Carmelo Teresiano se expande a lo largo de la historia en formas de vida múltiples y complementarias. Su expresión más natural y completa se encuentra en las tres ramas de la Orden: las monjas, los frailes y los seglares. Las tres viven en formas distintas el mismo carisma. La realidad multiforme de la familia carmelitana —formada también por institutos religiosos y laicales agregados— pide entrar en una relación estrecha entre monjas, frailes y laicos, que haga fecunda su complementariedad. El compartir entre los miembros de las tres ramas es fuente de enriquecimiento mutuo y de nueva vitalidad. Por otra parte, la diversidad de formas de vida en el interior del Carmelo Teresiano permite distinguir y poner de relieve el modo específico con que cada grupo expresa el carisma de la amistad con Dios: las monjas, en la oración incesante y la abnegación evangélica al servicio de Cristo y de la Iglesia; los frailes, en una vida mixta de oración y apostolado; y los laicos, en el compromiso de la vida familiar y de trabajo.

Nuevas relaciones

Es necesario un nuevo modo de relacionarse y de ayudarse mutuamente entre los tres grupos de la Orden. Sin sentimientos o actitudes de superioridad por parte de nadie, cada uno debe poner a disposición de los demás las riquezas de la propia vida y estar dispuesto a acoger el testimonio y la enseñanza que viene de los otros, para ayudarse mutuamente en la fidelidad renovada a la vocación recibida. Nos reconocemos y nos queremos hermanos los unos de los otros, iguales en dignidad y complementarios en el carisma y en la misión.

LA MISIÓN

Llamados para la misión

A una vocación corresponde siempre una misión en la historia de la salvación. La misión no pertenece al ámbito de las actividades, sino que es parte integrante de la identidad de quien es llamado. Es propio de la misión carmelitana manifestarse y comunicarse al mundo como parte integrante de las numerosas identidades carismáticas que enriquecen a la Iglesia.
La misión de nuestra familia religiosa es única y unificadora, y está íntimamente ligada al primado de la unión con Dios en la oración. De esta fuente mana el trabajo apostólico y social que la Orden desarrolla en múltiples formas y en muchas naciones del mundo. Sin embargo, junto a la labor pastoral al servicio de las iglesias locales, hasta las periferias del mundo y pasando por las misiones más pobres, somos invitados a un trabajo de profundización de nuestra misión en relación a los cambios continuos que afectan a la humanidad.

La misión de la Orden

La misión del Carmelo Teresiano en la Iglesia es vivir y dar testimonio de la relación de amistad con Dios. Estamos llamados a proclamar lo que hemos visto y oído (cfr. 1Jn 1,1-3), acompañando a las personas en el camino de la vida interior, para que todos puedan tener la experiencia de sentirse amados por Dios, que habita en nosotros y nos llama a responder a su amor. Sin esta base de experiencia vivida no puede haber ninguna misión específica del Carmelo Teresiano.
 
La dimensión apostólica en la experiencia teresiana

El carisma carmelitano tiene un decidido impulso apostólico, misionero, de servicio. Teresa se deja conmover por la situación de los cristianos en Europa, así como por las noticias sobre la población indígena en América, y siente el deseo irrefrenable de responder a las grandes necesidades de la Iglesia con todas sus fuerzas. Experimenta incluso un fuerte impulso apostólico: “Clamaba a nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo para ganar algún alma para su servicio” (F 1,7).

Contentar al Señor

El deseo apostólico de Teresa tiene siempre una impronta cristológica, es decir, con la voluntad de “contentar en algo al Señor” y de ayudar “en lo que pudiésemos a este Señor mío” (CV 1,2). Dice incluso: “No pretendo otra cosa sino contentarle” (V 25,19). El verdadero amigo busca hacer siempre lo que agrada al amigo, colaborando con él en un mismo proyecto. Entrar en una relación de amistad con Dios, y hacerlo junto a otros para ayudarse mutuamente, implica, como consecuencia indispensable, estar de manera permanente a su disposición: “Quizá no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho; porque no está en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios” (4M 1,7).
 
Un compromiso de vida

La misión, para el carmelita, se traduce en primer lugar en la fidelidad al propio compromiso de vida religiosa en comunidad: “Seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo” (CV 1,2). El Carmelo, como toda forma de vida religiosa, no se mide con el criterio de su utilidad o eficiencia. Estamos llamados, más bien, a ser signo visible de Cristo y del Evangelio (cfr. Lumen Gentium 44). No se trata de hacer mucho, sino de darse del todo, por amor a Cristo. Esto exige pasar del activismo al servicio, de lo que me agrada a mí a lo que sirve al otro. No cuentan, por tanto, los números, sino la calidad de la vida carismática y el testimonio que de ella se desprende.

El valor apostólico de la oración

El testimonio de una vida contemplativa es nuestro primer y fundamental servicio a la Iglesia y a la humanidad. La oración misma tiene el poder de transformar el mundo y a los demás. Lo hace de modo escondido, sin que ni siquiera caigamos en la cuenta de cómo ha acontecido. Nuestra oración cotidiana tiene una intención apostólica y eclesial, y no solo personal o privada, como nos recuerdan tantos ejemplos de la tradición bíblica y de la historia del Carmelo.

El multiforme trabajo eclesial

La misión se desarrolla a través del trabajo concreto del cual Cristo y la Iglesia tienen necesidad en cada tiempo y lugar. Estamos abiertos a todos los compromisos en los cuales se puede expresar, desarrollar y comunicar nuestra experiencia de Dios, en particular los que nos pide la Iglesia local en la que estamos insertos. Son muchas y variadas las actividades eclesiales compatibles con nuestra forma de vida, aunque no cualquier modo de realizarlas es expresión adecuada de nuestro carisma.

Pastoral de la espiritualidad

En nuestro servicio pastoral ocupa un lugar eminente la voluntad de ayudar a los demás a hacer una experiencia de relación con Dios. Esto se realiza en primer lugar en la confesión y en el acompañamiento espiritual y mediante actividades específicas de iniciación a la oración y de pastoral de la espiritualidad, pero también dando una impronta carmelitana a cualquier otro compromiso eclesial que asumimos. Una forma concreta, en este sentido, puede ser la acogida de personas en nuestras comunidades para compartir con ellas nuestra vida, para hablarles con el ejemplo y el testimonio, más que con las palabras.

La misión ad gentes

La actividad explícitamente misionera ha estado fuertemente presente en la vida de la Orden a lo largo de los siglos. El espíritu misionero perdura como fundamental para nosotros y no debe menguar. En el contexto actual, tendrá que extenderse a las distintas realidades de nuestro mundo y deberá incluir la necesaria nueva evangelización de regiones que, hasta poco tiempo, eran mayoritariamente cristianas y ahora ya no lo son. Por otra parte, sabemos bien que la misión se realiza no tanto por lo que hacemos, sino por lo que somos: es esencialmente una cuestión del ser, más que del hacer. La misión fluye de nuestro encuentro personal con Jesucristo, que nos llama a estar con él y a acompañarlo en su misión permanente en el mundo.

Atentos al mundo de hoy

Si Teresa estuvo particularmente atenta a la realidad de su tiempo, también nosotros, llamados a vivir hoy su carisma, debemos discernir las necesidades de nuestros contemporáneos. No podemos ser insensibles a las necesidades de todo tipo que sufre hoy la humanidad, y nos sentimos llamados a colaborar con la acción evangelizadora de la Iglesia incluso en las formas sencillas y cotidianas características de nuestra vida. Nuestra presencia como carmelitas puede ser significativa en ámbitos hoy relevantes como el diálogo ecuménico, el diálogo interreligioso, la lucha por la justicia y la paz, el diálogo entre la fe y la ciencia, los medios de comunicación social, el compromiso ecológico.

El discernimiento comunitario sobre la misión

Ante la diversidad de compromisos posibles y las múltiples necesidades de la Iglesia y de la humanidad, e incluso, con frecuencia, de las limitadas fuerzas a nuestra disposición, es más necesario que nunca un buen discernimiento comunitario sobre los compromisos que podemos asumir, para que estos estén verdaderamente en consonancia con el carisma que Dios nos ha confiado y con lo que la Iglesia espera de nosotros. Juan de la Cruz se pregunta: “¿Qué aprovecha dar tú a Dios una cosa si él te pide otra?” (Avisos 73).
 
El carácter comunitario del apostolado

Cada uno de nosotros está llamado a participar en la misión de la Orden con su colaboración personal. La manifestación normal de nuestro servicio a Cristo y a la Iglesia son los compromisos que la comunidad asume y realiza con la colaboración coordinada de sus miembros. Un religioso puede llevar a cabo también un compromiso personal, adecuado a sus propias cualidades y capacidades, siempre con el consentimiento de la comunidad y desempeñándolo como miembro de la misma. En efecto, los dones del Espíritu que cada uno recibe son siempre “para el bien común” (cfr. 1Cor 12,7), sabiendo que somos “cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno a su modo” (1Cor 12,27).

El apostolado compartido entre frailes-monjas-laicos

La dimensión apostólica de nuestra vida tiene sus primeros destinatarios dentro de la misma familia del Carmelo Teresiano. El compromiso apostólico en sus múltiples formas (oración, testimonio, predicación, acompañamiento espiritual, enseñanza, publicaciones) se dirige, en primer lugar, a los frailes, las monjas y los laicos de la Orden. Por otra parte, nuestra familia puede expresar su testimonio y realizar su apostolado más eficazmente mediante la colaboración activa de los miembros de las tres ramas, cada uno según su propia forma de vida.
 
UNIDAD DE ORACIÓN - FRATERNIDAD - MISIÓN

Tres aspectos de una realidad indivisible

Los tres elementos fundamentales del carisma teresiano son la oración, la fraternidad y la misión. Sin embargo, lo que lo caracteriza realmente es que los tres están intrínsecamente unidos entre sí y no tienen sentido de manera independiente, sino que se necesitan mutuamente.

Tres elementos que se alimentan mutuamente

No se puede vivir, en efecto, la relación de amistad con el Señor sin una verdadera relación fraterna en comunidad y sin un compromiso apostólico como respuesta a la voluntad de Dios. No tiene sentido una vida de comunidad si Cristo no está en el centro y si no desemboca en un testimonio y un servicio a él y a su Iglesia. La actividad apostólica se convierte en una ocupación mundana si no brota de la relación de amor con Dios y no es vivida como expresión del compromiso y del discernimiento comunitario.

Una armonía que debe ser cuidada

Uno de los grandes desafíos para el presente y el futuro de la Orden es no solo hacer crecer y consolidar en la vida cotidiana la oración, la fraternidad y el servicio, sino establecer en la práctica una relación profunda y coherente entre los tres elementos.