El carisma teresiano nacido de raíces proféticas y marianas
El Carmelo Teresiano, iniciado por santa Teresa de Jesús siguiendo la estela de la antigua familia religiosa del Carmelo, cuenta ya con una larga y fecunda historia. Con el tiempo se ha extendido por todo el mundo y ha asumido formas y estilos diversos, encarnándose en una multiplicidad de culturas y floreciendo en numerosas figuras de santidad. La diversidad existente en la realidad actual de la Orden en cuanto a origen, cultura, formación, sensibilidad y actividades nos lleva a dar gracias por la fecundidad de nuestro carisma, pero al mismo tiempo nos pide cuidar la fidelidad a los elementos perennes del carisma, así como la unidad de nuestra familia, partiendo del espíritu común que nos constituye en un solo cuerpo.
Hoy sentimos intensamente el gran desafío de asumir la riqueza del carisma que nos ha sido dado y de seguir actualizándolo para que adquiera nueva vitalidad y se mantenga siempre actual. El carisma que Teresa de Jesús recibió, vivió y transmitió es una realidad dinámica, que se desarrolla y se expresa en formas siempre nuevas.
Nacido de raíces proféticas y marianas, el carisma teresiano se ha enriquecido y desarrollado a lo largo de los siglos gracias a los principales santos de nuestra Orden. Además de Juan de la Cruz, que junto con Teresa representa el momento inicial y fundacional de la Reforma, pensemos en santa Teresa del Niño Jesús —Doctora de la Iglesia junto a los dos místicos españoles—, que ha abierto el camino de la infancia espiritual; santa Isabel de la Trinidad, que ha dado testimonio de la experiencia única e íntima del misterio trinitario; san Rafael de San José (Kalinowski), promotor de la unidad de la Iglesia; santa Teresa Benedicta de la Cruz, que al profundo amor a la verdad ha unido la ofrenda de la vida en los campos de exterminio. Del mismo modo, la riqueza del carisma carmelitano se nos confía a nosotros, personalmente y comunitariamente.
Debemos “ir comenzando siempre” (F 29,32) para poder ser “cimientos de los que están por venir” (F 4,6), sin permanecer prisioneros de un pasado glorioso pero actualmente superado, y sin dejar pasar la gracia del momento presente, en el que estamos llamados a trabajar concretamente para construir el Carmelo que nuestro tiempo necesita.
El Concilio Vaticano II pidió explícitamente que se iniciara una renovación adecuada (accommodata renovatio) de la vida religiosa, y poco después Pablo VI precisó que dicho proceso debe mantenerse continuamente activo: “Por lo demás la adecuada renovación no se podrá alcanzar de una vez para siempre, sino que ha de ser fomentada incesantemente, mediante el fervor de los miembros y la solicitud de los Capítulos y de los Superiores” (Ecclesiae Sanctae I,19).
La redacción postconciliar de las nuevas Constituciones y Normas Aplicativas fue una etapa fundamental para la renovación pedida por el Concilio. Sin embargo, la rápida y profunda evolución que se está produciendo en la sociedad y en las culturas, como también dentro de la Orden, exige un discernimiento permanente para responder de modo carismático y siempre actualizado a la realidad contemporánea. Siguiendo las indicaciones de la Iglesia, nos sentimos impulsados a reavivar el deseo y la práctica de una renovación constante —así lo pidió el Concilio Vaticano II—, condición esencial para una fidelidad encarnada a nuestro carisma.
En el proceso de configuración a aquello a lo que hemos sido llamados, tenemos también un modelo seguro en “nuestro glorioso padre san José”. Nuestra vocación nace con el generoso don de sí, y culmina en la maduración del don de la paternidad; de esta es modelo luminoso el corazón de san José, padre de Jesús, cuya plena y feliz paternidad consistió en el don total de sí mismo (cf. Papa Francisco, Patris corde, 7).